/ viernes 10 de mayo de 2024

Contraluz | Doña Lupe


Eran otros tiempos, ¿recuerdas?

Un día me contaste que te habías quedado huérfana muy chica; en plena Revolución llegó la peste y se llevó a mi abuela María Elena y poco después, la tisis que decían entonces, se llevó al abuelo José María.

Los tíos, tus hermanos, me dijeron que desde siempre fuiste muy fuerte; que cuando tu mamá llamó a sus hijas para que la acompañaran “a bien morir” sólo tú te controlaste, y aún entre lágrimas rezaste completos los salmos que te pidió le leyeras.

Eras de las menores de aquella familia de ocho que en medio del caos, de revueltas, de temores, de gavillas, de revolucionarios, de pestes y de hambre, hubieron de cambiarse varias veces de casa, la mayoría en lo que llamaban la “Calle Nueva” –hoy Próspero C. Vega- que remataba con un amplio espacio, hoy extrañamente embanquetado, junto al atrio de la Parroquia de Santiago y lo que habían sido sus colegios de San Ignacio y San Javier.

Me contaron viejos parientes de tu madre, que en días muy álgidos y tristes salía a recorrer las calles del centro de la ciudad donde no faltaban personas, niños y adultos, generalmente venidas de ranchos cercanos empobrecidos, que se acurrucaban adosadas a las enmohecidas paredes de las calles esperando la muerte, ya sea por la peste o por el hambre. Por fortuna, un lejano pariente que vivía en Michoacán les mandaba de vez en cuando algún costal de grano y era con el que tu madre, mi abuela, hacía pan y lo repartía llevando además goteros para, muy despacio, refrescar con leche las bocas de los indigentes y ya después darles el pan, que frecuentemente le era arrebatado con desesperación.

Ella, tu madre, no vio muchos días más la luz del amanecer de nuestra ciudad, pues también se la llevó la peste.

Me platicaste tú que habías estudiado hasta lo que era tercer año de primaria y que después, estudio y lectura habían sido por tu cuenta. Que a los 15 años dabas clases en quinto año en una escuela de Coroneo porque querías juntar dinero para entrar a un convento, pues te llamaban mucho, como siempre ocurrió, las cosas de Dios y el servicio al prójimo.

Duraste un día en el convento, no te gustó que el confesor te dijera que todo lo que te pasara, sintieras o pensaras se lo tenías qué contar. Y entonces no lo pensaste más y saliste de nuevo con tu maleta y con otros sueños menos abrumadores y menos oscuros.

En ese inter fue cuando conociste mejor que nunca los maravillosos dones de la música y la lectura que nunca dejaste. Recuerdo que siempre hubo un libro que leías en tus pocos ratos libres en tu buró o en la mesa de escritorio. Y también con mucha frecuencia descolgabas el viejo violín o la mandolina con incrustaciones de concha nácar que tanto me gustaba, para tocar y cantar (nos) canciones infantiles de CriCri, villancicos, temas de María Grever, Agustín Lara, Esparza Oteo, villancicos, y de alabanzas a Dios y a la Virgen María.

No se cómo fue que conociste a mi abuela paterna y en general a la familia de mi papá. Ellos habían venido de Nuevo León, también en medio del caos de la Revolución y los cambios destemplados, luego de dejar atrás la administración de un rancho, creo que en Linares, para llegar acá prácticamente sin nada.

Supe que papá y tú se conocieron y tiempo después se casaron muy contentos, deseosos de fundar una numerosa familia. Tú un poco mayor que él. Hubo una sutil dirección conjunta de la casa con campos bien delineados; eran tiempos en que la madre estaba pendiente de los hijos prácticamente todo el tiempo y más cuando como en nuestro caso, éramos 10; papá participaba ampliamente contigo, aparte de ser el proveedor.

Así, nos delegabas quehaceres en casa; nos revisabas tareas; nos regañabas; nos alegrabas con tu canto y tu música; nos infundías amor a la lectura. Recuerdo que de niño leí pocos cuentos o comics pues un día, tendría yo seis años, me llamaste y me retaste a leer un libro con “puras letras” en vez de ver “monitos” hechos por otros, imaginarme a los personajes como yo quería. No se si fue lo mejor, pero sí que desde entonces leo, siempre tengo algo qué leer, y si es un libro, mejor.

Un día tuve un festival atlético en la escuela. Los padres de familia habían sido invitados, pero todo había sido hecho con premura y apenas alcancé a avisar en casa.

Ese día fue de los pocos en que en una competencia 110 metros con vallas, arribé en primer lugar. Tranquilo el juez se acercó y me dijo vas al pódium, ganaste. Feliz llegué al lugar y me encaramé arriba del banco que tenía el número 1. Cuando alcé la vista te advertí, mamá, estirándose y aplaudiendo feliz como en la quinta fila del público que estaba de pie pues no había gradas.

Algún día me había contado que después de leer un cuento del padre Luis Coloma que se llamaba “Pequeñeces” en el que el autor retrataba la enorme tristeza de un niño al que ningún pariente había acompañado en un fin de cursos, habías decidido junto con mi padre hacer todo el esfuerzo posible por acompañarnos en los eventos escolares de cualquier tipo: concursos, festivales, presentaciones corales, etc. ir siempre que pudieran. Y lo cumplieron; siempre uno u otro estuvieron ahí…

Para mis primos eras la Tía Lupe, en el barrio eras bien conocida como Doña Lupe pues aparte de ir todos los días al mercado –primero al Pedro Escobedo y después al de La Cruz- y a misa a la Parroquia; después de las comidas aprovechabas dos horas, los días hábiles de la semana, para alfabetizar a quienes quisieran aprender.

Más de 50 años en la mesa del viejo comedor recibiste a muchachas jóvenes que servían en distintas casas a quienes enseñaste a leer y escribir y a quienes dabas sus primeras nociones en geografía e historia. También, con el tiempo, te empezaron a llevar a niños que aparentemente tenían problemas de aprendizaje.

Algo o mucho hacías muy bien pues todas y todos aprendieron a leer y a escribir en algunos meses. Les regalabas al terminar los cursos los libros en los que habían aprendido: “Leo y Escribo” y “Poco a Poco”. Durante amplios períodos, los sábados también tenías tiempo para ir a la Parroquia, y en el ciertamente semi desolado Patio Barroco, junto con otras catequistas, preparabas a infantes para la Primera

Comunión; los viernes, recuerdo también, ibas invitada a una vecindad cercana con el mismo objetivo de preparar niños y niñas para la Primera Comunión.

A veces en la tercer pieza de la vieja casa, me parece verte inclinada en la máquina de coser y su noble traqueteo del que salían restauradas nuestras ropas: camisas, blusas, sacos… o por la tarde, viendo ya la televisión, hincando la aguja e hilo en alguna prenda. También te advierto usando las agujas, mientras rezabas el rosario, en tejidos diversos que irían a parar en chalecos, suéteres o manteles. En casa, gracias a ti y al apoyo de papá, no sin haber pasado algunas penurias económicas, siempre hubo trabajo, quehacer, oración, lectura, música, juegos, estudio… tanto que los más inocentes de nosotros creíamos que así era siempre en todos lados.

Partiste de nuestro mundo a la dimensión de la plenitud, luego de largo coma y de sobrevivir a papá más de 30 años.


Eran otros tiempos, ¿recuerdas?

Un día me contaste que te habías quedado huérfana muy chica; en plena Revolución llegó la peste y se llevó a mi abuela María Elena y poco después, la tisis que decían entonces, se llevó al abuelo José María.

Los tíos, tus hermanos, me dijeron que desde siempre fuiste muy fuerte; que cuando tu mamá llamó a sus hijas para que la acompañaran “a bien morir” sólo tú te controlaste, y aún entre lágrimas rezaste completos los salmos que te pidió le leyeras.

Eras de las menores de aquella familia de ocho que en medio del caos, de revueltas, de temores, de gavillas, de revolucionarios, de pestes y de hambre, hubieron de cambiarse varias veces de casa, la mayoría en lo que llamaban la “Calle Nueva” –hoy Próspero C. Vega- que remataba con un amplio espacio, hoy extrañamente embanquetado, junto al atrio de la Parroquia de Santiago y lo que habían sido sus colegios de San Ignacio y San Javier.

Me contaron viejos parientes de tu madre, que en días muy álgidos y tristes salía a recorrer las calles del centro de la ciudad donde no faltaban personas, niños y adultos, generalmente venidas de ranchos cercanos empobrecidos, que se acurrucaban adosadas a las enmohecidas paredes de las calles esperando la muerte, ya sea por la peste o por el hambre. Por fortuna, un lejano pariente que vivía en Michoacán les mandaba de vez en cuando algún costal de grano y era con el que tu madre, mi abuela, hacía pan y lo repartía llevando además goteros para, muy despacio, refrescar con leche las bocas de los indigentes y ya después darles el pan, que frecuentemente le era arrebatado con desesperación.

Ella, tu madre, no vio muchos días más la luz del amanecer de nuestra ciudad, pues también se la llevó la peste.

Me platicaste tú que habías estudiado hasta lo que era tercer año de primaria y que después, estudio y lectura habían sido por tu cuenta. Que a los 15 años dabas clases en quinto año en una escuela de Coroneo porque querías juntar dinero para entrar a un convento, pues te llamaban mucho, como siempre ocurrió, las cosas de Dios y el servicio al prójimo.

Duraste un día en el convento, no te gustó que el confesor te dijera que todo lo que te pasara, sintieras o pensaras se lo tenías qué contar. Y entonces no lo pensaste más y saliste de nuevo con tu maleta y con otros sueños menos abrumadores y menos oscuros.

En ese inter fue cuando conociste mejor que nunca los maravillosos dones de la música y la lectura que nunca dejaste. Recuerdo que siempre hubo un libro que leías en tus pocos ratos libres en tu buró o en la mesa de escritorio. Y también con mucha frecuencia descolgabas el viejo violín o la mandolina con incrustaciones de concha nácar que tanto me gustaba, para tocar y cantar (nos) canciones infantiles de CriCri, villancicos, temas de María Grever, Agustín Lara, Esparza Oteo, villancicos, y de alabanzas a Dios y a la Virgen María.

No se cómo fue que conociste a mi abuela paterna y en general a la familia de mi papá. Ellos habían venido de Nuevo León, también en medio del caos de la Revolución y los cambios destemplados, luego de dejar atrás la administración de un rancho, creo que en Linares, para llegar acá prácticamente sin nada.

Supe que papá y tú se conocieron y tiempo después se casaron muy contentos, deseosos de fundar una numerosa familia. Tú un poco mayor que él. Hubo una sutil dirección conjunta de la casa con campos bien delineados; eran tiempos en que la madre estaba pendiente de los hijos prácticamente todo el tiempo y más cuando como en nuestro caso, éramos 10; papá participaba ampliamente contigo, aparte de ser el proveedor.

Así, nos delegabas quehaceres en casa; nos revisabas tareas; nos regañabas; nos alegrabas con tu canto y tu música; nos infundías amor a la lectura. Recuerdo que de niño leí pocos cuentos o comics pues un día, tendría yo seis años, me llamaste y me retaste a leer un libro con “puras letras” en vez de ver “monitos” hechos por otros, imaginarme a los personajes como yo quería. No se si fue lo mejor, pero sí que desde entonces leo, siempre tengo algo qué leer, y si es un libro, mejor.

Un día tuve un festival atlético en la escuela. Los padres de familia habían sido invitados, pero todo había sido hecho con premura y apenas alcancé a avisar en casa.

Ese día fue de los pocos en que en una competencia 110 metros con vallas, arribé en primer lugar. Tranquilo el juez se acercó y me dijo vas al pódium, ganaste. Feliz llegué al lugar y me encaramé arriba del banco que tenía el número 1. Cuando alcé la vista te advertí, mamá, estirándose y aplaudiendo feliz como en la quinta fila del público que estaba de pie pues no había gradas.

Algún día me había contado que después de leer un cuento del padre Luis Coloma que se llamaba “Pequeñeces” en el que el autor retrataba la enorme tristeza de un niño al que ningún pariente había acompañado en un fin de cursos, habías decidido junto con mi padre hacer todo el esfuerzo posible por acompañarnos en los eventos escolares de cualquier tipo: concursos, festivales, presentaciones corales, etc. ir siempre que pudieran. Y lo cumplieron; siempre uno u otro estuvieron ahí…

Para mis primos eras la Tía Lupe, en el barrio eras bien conocida como Doña Lupe pues aparte de ir todos los días al mercado –primero al Pedro Escobedo y después al de La Cruz- y a misa a la Parroquia; después de las comidas aprovechabas dos horas, los días hábiles de la semana, para alfabetizar a quienes quisieran aprender.

Más de 50 años en la mesa del viejo comedor recibiste a muchachas jóvenes que servían en distintas casas a quienes enseñaste a leer y escribir y a quienes dabas sus primeras nociones en geografía e historia. También, con el tiempo, te empezaron a llevar a niños que aparentemente tenían problemas de aprendizaje.

Algo o mucho hacías muy bien pues todas y todos aprendieron a leer y a escribir en algunos meses. Les regalabas al terminar los cursos los libros en los que habían aprendido: “Leo y Escribo” y “Poco a Poco”. Durante amplios períodos, los sábados también tenías tiempo para ir a la Parroquia, y en el ciertamente semi desolado Patio Barroco, junto con otras catequistas, preparabas a infantes para la Primera

Comunión; los viernes, recuerdo también, ibas invitada a una vecindad cercana con el mismo objetivo de preparar niños y niñas para la Primera Comunión.

A veces en la tercer pieza de la vieja casa, me parece verte inclinada en la máquina de coser y su noble traqueteo del que salían restauradas nuestras ropas: camisas, blusas, sacos… o por la tarde, viendo ya la televisión, hincando la aguja e hilo en alguna prenda. También te advierto usando las agujas, mientras rezabas el rosario, en tejidos diversos que irían a parar en chalecos, suéteres o manteles. En casa, gracias a ti y al apoyo de papá, no sin haber pasado algunas penurias económicas, siempre hubo trabajo, quehacer, oración, lectura, música, juegos, estudio… tanto que los más inocentes de nosotros creíamos que así era siempre en todos lados.

Partiste de nuestro mundo a la dimensión de la plenitud, luego de largo coma y de sobrevivir a papá más de 30 años.